Desde hace algunos años, un sinfín de publicaciones pedagógicas intentan llamarnos la atención a colegios y a docentes, insistiéndonos en que la educación no puede ser únicamente académica y no solo tiene que estar circunscrita al aula (Fernandez et al. 2017). La idea es que el espacio escolar se convierta, desde el ingreso del alumno hasta la salida, en una experiencia de crecimiento y conocimiento, de aquí la importancia de los ambientes y la infraestructura del centro de enseñanza como tal.

El educador del siglo XXI tiene la tarea de recrear la educación (Aragay, 2017). Para ello no solo puede pensar en el currículo, sino que tiene que preocuparse de los espacios, pues, de alguna manera, el paisaje y la infraestructura completan la formación del alumno. Es curioso que en 1939 Neufert -el que escribiera La biblia de la arquitectura- de forma certera diera cuenta de la necesidad a la hora de diseñar escuelas, de darle un número determinado de metros cuadrados por alumno, tanto al aula como a los espacios verdes y señaló la importancia para el desarrollo humano de implementar una zona específica de juegos dentro del espacio escolar (Neufert, 1939).

Esto nos tiene que provocar una reflexión sobre la necesidad que tiene una institución educativa de contar con una serie de espacios y cómo ha de ser el uso de estos. Vivimos en ciudades de asfalto y concreto, en departamentos de cuarenta metros donde la ventana que tiene mejores vistas es la pantalla de la computadora. Lo queramos o no, tenemos el riesgo, si mantenemos una educación centrada en cuatro paredes, de hacer crecer a las nuevas generaciones desvinculadas de nuestro mundo, centradas en dar un examen o en cumplir una serie de requisitos.

La Compañía de Jesús, en su tradición educadora desde 1548 con la fundación del primer colegio, el de Mesina en Italia, siempre se han preocupado de llevar a cabo una reflexión y remodelación de la arquitectura de los colegios según las necesidades de la época. Así, tenemos los grandes colegios de piedra de los siglos XVI y XVII con patios centrales, donde la sala más importante es la de disputas, en la que se desarrollaban disertaciones y debates. En el XIX son implementados los grandes teatros y auditorios, los museos de historia natural y los laboratorios. En el XX, con la masificación de las ciudades, muchos de los colegios son trasladados a espacios que permiten un mayor esparcimiento. Es el tiempo de los grandes aularios y la multiplicación de las canchas deportivas.

Hoy, en los colegios jesuitas, comenzamos a ver cómo los recursos digitales inundan las aulas, paredes de cristal en donde se puede escribir, salones octogonales, circuitos de psicomotricidad, bio huertos, espacios que propician el trabajo cooperativo y los proyectos interdisciplinares, niños sentados en el gras del jardín practicando con la melódica en la hora de música o leyendo una obra literaria en comunicación… Todo ello nos habla de un nuevo cambio en la manera en la que tenemos que entender la escuela y donde cobra una especial relevancia la configuración, el terreno y la infraestructura.

Por poner un ejemplo, Arguedas, en su novela «Los ríos profundos», refleja magistralmente cómo el colegio constituye el universo de un alumno (Arguedas, 1958). Para un niño, el mundo se reduce a una serie limitada de espacios. Fundamentalmente, el colegio y su casa, ambos lugares, son donde más tiempo transcurre diariamente. El universo infantil se construye a partir de lo que nuestros hijos ven en su experiencia cotidiana. De aquí la necesidad de que estos espacios reúnan una serie de características. El colegio con sus aulas adaptadas a la tecnología, zonas verdes, canchas, laboratorios, piscina, oratorios… debe ser un lugar mágico que les permita sentir el misterio, la sorpresa, la emoción y la alegría de descubrir siempre algo nuevo.


Escrito por:

S. Pedro Rodríguez López, SJ.
Espiritual del Colegio San Ignacio de Loyola de Piura.